30 marzo 2023

Charlbi Dean: the triangle of the true sadness

 


No quiero hablar de Triangle of Sadness. Quiero hablar de Charlbi Dean. 

Charlbi Dean y su parecido con Rachel Weisz. 

Charlbi Dean y su aire a Emily Ratajkowsky. 

Charlbi Dean 
la ausente
la que no estará más 
la que comparte un camino
del ombligo al esternón
ida y vuelta

Pensar que la muerte no me afecta sería mentira. Me afecta, sí y aunque la muerte es igual siempre, su percepción es camaleónica. Mi indiferencia, que es la medida de la importancia de la muerte, cambia según el muerto: según su vida, su obra, su función. 

Todos los muertos se van sin una torta bajo el brazo, la torta la dejan, la dejan aquí, para los que quedan. Todos los muertos dejan algo, más allá del espacio y más allá del vacío; dejan nuevo retos, nuevas posibilidades. 

La muerte, lo sé de primera mano, deja un gran espacio de oportunidad, algo así como las despedidas o las rupturas amorosas: un sacar la cabeza del agua después de ser revolcado por una ola y jalar más aire del que se respira:  

                                   uno no se muere de amor, se muere de libertad; 
                                   de la libertad que se expande cuando el amor
                                    termina. 

La muerte de Charlbi Dean me puso triste. 

A pesar de los chistes de Carola cuando le dije que era la mezcla perfecta entre Rachel Weisz y Emily Ratajkowsky y me respondió: sí, bueno, lástima que esté muerta. Y hay una gran razón, un destino, en el humor negro de Carola: sí, lástima que esté muerta.

Lástima que no correrá por otra pasarela y su piel no tocará otras sedas; lástima que no habrá cámara alguna que vuelva a encerrarla; lástima que no se hizo inmortal en la isla de Morel. 

La muerte de Charlbi Dean es la efervescencia de la belleza; la belleza en su inmortal dialéctica fastidiosa. Es un recordatorio que suena lejos, como las pisadas elegantes de una gata nocturna, como el color sin luz en los ojos de los viejos, como el día que se apaga dejando un perfume fresco y dulce, una promesa.

21 marzo 2023

Resurrecciones interminables

 

Despertar, caminar en la playa, sentarse a tomar un café y compartir un rol de canela. Leer y escribir. Hablar con uno de los mejores amigos, compartir el tiempo, el espacio, el recuerdo de las bromas de la noche anterior. Avanzar al medio día, con calor, sin hambre, la primer cerveza que abre una fiesta en la garganta y de nuevo el libro abierto en una página cercana al principio. Leer con calma. Vivir con calma. 

Comer. Comer bien, comer rico. Atravesar la tarde en la puesta de sol, como quien se sienta a ver una danza pausada, casi inmóvil.  Y volver a la regadera nocturna. Al freso del agua dulce, la sensación de ropa limpia, de perfume, el abrazo de la noche que todo lo calma y un vértigo de charlas aderezadas de whisky y de vodka, de lasaña, pizza, tacos o lo que sea y las voces que se hacen suspiros para que las intrigas no sean descubiertas. 

Despertar en el calor de la playa y en la memoria de que la burbuja puede reventarse en cualquier momento y que la fecha de caducidad que significa estar fuera de casa, está a punto de terminarse y que no habrá más arena, ni más puesta de sol, ni el sonido del mar que va y viene, que se estrella en la arena borrando las huellas, esas otras huellas de la mañana. 

Disfrutar. ¿Qué significa disfrutar? ¿Cómo aprendemos a disfrutar? ¿Nos enseñan? ¿Hay quienes son más propensos que otros? ¿Hay alguna edad para el disfrute? ¿Disfrutar en la revolución contra el capitalismo? ¿O la consecuencia? ¿Disfrutamos cuando somos viejos? ¿El cuerpo de los viejos disfruta? ¿Compramos la idea de disfrutar la descomposición del cuerpo y a eso llamamos retiro? ¿Estamos destinados a disfrutar el fin? ¿Disfrutar y trabajar pueden ser lo mismo?

Escribir y recordar y en el recuerdo la satisfacción del pasado, la evocación agradable, sin arrepentimientos, sin nostalgias maricas: una tarde vi una mujer bella en la playa, tome la mano de Carola quien también la vio mientras el sol caía sobre el mar. La felicidad surge y termina para rehacerse en otras formas, una serie de resurrecciones interminables, milagrosas, infinitas.  

21 febrero 2023

a world without beauty, it's not a world I want to live in




Tengo esta predilección por las mujeres nórdicas. Desde muy pequeño. Sí. Siempre me han gustado las rubias. Vayamos por generalidades. Ya sé que el puto mundo y el mestizaje y la igualdad y la chingada, pero digamos que en mi mediocre mundo, como cualquier cuarentón pito aguado, las nórdicas son rubias, todas, a la chingada. Me gustan las rubias, pues, desde la "rubia superior" cuando era niño o Erika Eleniak, un poco más grande; aunque más bien ella era ucraniana, ya, en el puto mapa todo se ve cerquita.  

Qué fatiga de párrafo. 

En fin, tengo este amigo que no diré su nombre porque su mujer puede regañarlo, que me compartió por ig una mujer nórdica que tenía expansiones en las orejas y tatuajes. El evento no sólo vale por la belleza de la mujer en sí, sino porque mi amigo se acordó de que a mí me gustan. Quizás Freud y sus secuaces, seguidores, sacerdotes, monjes, animosos, “estudiosos”, digan que es una fijación etcétera etcétera. Para mí siempre será un gesto de amistad, de verdadera amistad; un gesto de paz, de armonía, de noche de paz noche de amor, de bienaventuranza.  

Y le dije, bueno no se lo dije pero lo escribo ahora: los tatuajes sí, pero las expansiones en las orejas, pues no. ¿Por qué? No lo sé bien. Qué tal si se le cae una y queda la oreja toda guanga o qué tal si se las quita y su belleza cambia. Ah, porque claro que la belleza cambia. El mismo amigo me envió una lista de todos los detalles, cirugías e inyecciones a los que  Zoey Kravitz se sometió para verse como se ve. ¡Qué bueno que la ciencia médica avanza!  

Todo esto, por supuesto, no va a ninguna parte, excepto por el hecho de que he soñado con Jella Haase que no es especialmente nórdica pero que es alemana y los dioses, en su infinita sabiduría y generosidad, saben que me gustan, especialmente, las mujeres alemanas; pero esta historia ya será para otro día aunque tengo que decir que el sueño no era especialmente pornográfico.

02 febrero 2023

Ansiedad



Por supuesto que he sentido ansiedad. Es el mal de esta época o es la traducción a lo que mi madre llamaba estar mal de los nervios. “Estar mal de los nervios”. No mamen. Estar mal de los nervios es no sentir que te quemas la mano que está sobre la hornilla, pero en la nomenclatura de mi madre era tener un ataque de ansiedad.

Yo soy pésimo cuando pasan, los ataques de ansiedad me dan ataques de ansiedad y la ansiedad me pone agresivo como un gordo al que le quitan su postre. No entiendo los ataques de ansiedad, al parecer son una mezcla de diferentes emociones no tan positivas para quienes los padecen. Al principio yo pensaba que eran como miedo y siempre he intentado sobreponerme al miedo, intentar controlarse a uno mismo. 

Pero al parecer no es tan fácil para la gente con ansiedad eso de controlarse. Y creo que pueden tener algo de razón, no lo sé. Ayer Carola me dijo me da ansiedad ir al supermercado y esa ansiedad la muestro poniéndome de malas y tratando de apresurar la ida: ir, comprar, pagar rápido, no tener ningún tipo de contacto personal con nadie: Carola es quien va por el jamón y pagamos en las autocajas. 

El super me recuerda mi jodidez, mi pobreza, mi tercermundismo; me recuerda la mediocridad, mi mediocridad encarnada en las costillas, lista para salir, para explotar, para reventarse y bañarlo todo;  es la mezcla de lo que huyo, la expresión de la igualdad, la izquierda en la política; es el vértigo, la realidad social, el capitalismo descarnado, una declaración de guerra, una falsa fábrica de sueños, el mal necesario, la condena, un destierro. Es la ansiedad, el repudio, la inquisición - ¡dio la tenga en su santa gloria! -, los abusos.    

El super me recuerda lo que nunca he querido ser.: vi a un sujeto bastante feo cargar a su hijo en un canguro y de pronto emerge un demonio emerge y pienso: “¡Cabrón! ¿Para que te reproduces? ¿Qué le dejas a tu hijo tu cara grasienta haciendo gestos deformes?” En mi ansiedad siento que cada gesto, cada pulsación del pobre tipo son una agresión hacía mi: Pero estos no se lo digo a Carola, sino lo que pienso del tipo y ella, con cierta condescendencia como el que dice: “¡Déjenlo!, tiene cáncer terminal, por eso es así, pobrecito.”, me señala la salida.  

Odio el puto super. Ir a las cajas de autoservicio para pagar cantidades absurdas dinero por tres putas zanahorias (ayer no compré pero es parte del berrinche) y que el sujeto de seguridad privada, que no sé por qué chingados se puso a orquestar el paso, vea mi carrito y me diga: 20 artículos máximo. 

¡20 artículos máximo hijo de tu chingada madre! ¡20 artículos máximo! ¡Te los vas a meter en las putas nalgas o qué chingados! ¿Los vas a pagar tú? ¡No mames! ¡20 artículos máximo! ¡Mis putos huevos cuarentones en tu cabeza hueca, cabrón cara de riata circunsidada! ¿Y qué quieres que haga? ¿Que vaya contando las putas cosas mientras paso por los pasillos? ¿Que lleve un puto inventario de los artículos que lleva mi puto carrito?  ¡Qué chingados quieres que haga cabrón nalgas aguadas! ¡Qué chingados quieres que haga pendejo! ¿Formarme en una puta fila y aguantar a la cajera y a la viejita manoseando mis putas calabazas para ponerlas en el carro de nuevo? ¡Estás absoluta, completa, inmortalmente pendejo!

Me metí a la autocaja diciéndole, sí claro, obvio, 20. Pagué mis chingaderas y corrí a la salida. La ansiedad desapareció casi de inmediato.  

30 enero 2023

Babylon


fragmento de fuego, los 120 días de Sodoma de Buñuel, el deseo, ese extraño objeto del deseo, el anonimato, el sueño, los excesos, exceso de sexo, de alcohol, de conciencia, remordimientos, luces, muchas luces, sombras, oscuridad, destellos eléctricos, azul y rojo, amarillo, fragmentos de memorias visuales, fragmentos de memorias sonoras, sudor, aparatosidad, movimiento, días de sol, delirios desérticos, historias, narrativas sin sentido, película, film, materiales, muchos materiales, belle de jour, bête de jour, falta de olor, composición imaginada de perfumes, la posibilidad de saber el olor, la mentira del olor, víboras, presas fáciles, juego, el engaño de la victoria, prisa, imaginaciones, terror, desesperación, lo deforme, el peligro, la mentira, degradación de color, miedo, espacios ocupados, batería, aire, trompeta, sacrificio, sonido, sonido revolucionado, sonido negro, suicidio, hipocresía, la clase alta, babilonia, el persistente deseo de una cabellera amarilla, el deseo del engaño, la construcción del deseo del engaño, las metáforas, la belleza, la destrucción de la belleza, las piernas más largas del mundo, unas piernas infinitas, dios, unas piernas bukowskianas, extraordinarias, efímeras, el fin, el final, la mediocridad, la vida tranquila, discursos, letargo, magia falsificada, dinero, escape, salvación, condena, silencio 

20 enero 2023

La despedida

 


De dos cosas estoy completamente seguro: estaba en Estambul y aquel sujeto era Raúl J. J. y tendría un hijo. 

No puedo confundir las calles de Estambul, ni el sabor del mar que llena las mezquitas, ni la luz del ocaso que va cerrando las calles; el olor de las rosas del rey, el sabor de las ausencias, la saudade, el té. La misteriosa, la llena de pesadumbre, la última y primer frontera y sus horribles dulces azucarados que se adhieren al paladar y se pegan en los dientes. 

Todo sucede de noche. Veo a Raúl J. J. en medio de las jardineras, camina hacia mí. Aunque lo reconozco y el encuentro es inevitable, no puedo dejar de pensar que hubiera preferido no encontrarme con él. No es una sombra, es un destino fraguado antes de que naciéramos y como cualquier otro destino, resulta imposible evitarlo. 

Hace muchos años que no lo he visto pero no ha cambiado nada. Recuerdo, camino a su encuentro, su particular forma de dar palmadas violentamente en la espalda cuando saludaba; con un cierto coraje guardado entre las costillas, un odio que hervía. Pienso en su saludo. Pienso en Estambul. Pienso que sé que me dirá que tendrá un hijo.  

La distancia entre los dos se acorta. Levanta la mano y me hace una seña, como para evitar que me pase al otro lado de la calle o como para confirmar nuestro encuentro, para mí es el símbolo de un hado funesto, su mano se levanta como un ave negra, como la primer fumarola de un volcán a punto de estallar. 

No me sorprende verlo disfrazado de cookie monster, una gran mancha azul y peluda que se acerca como una ola y en la cresta, los grandes y blancos ojos del monstruo comegalletas que formula la primer propuesta de que todo esto, esta vida, esta imagen, es un sueño. 

Raúl J. J. y yo no nos detenemos hasta que nuestros cuerpos se encuentran en un abrazo. El tacto de su disfraz es suave, suave y polvoso como el pelo de la Migaja   que duerme en mis pies todas las noches. Espero los golpes en la espalda y su risa estruendosamente aguda que por un momento no escucho u omito o no recuerdo.  

No recuerdo qué es lo primero que me dice. No recuerdo, incluso, que Raúl J. J. me haya dicho alguna cosa; sólo el tacto de su disfraz azul y que sé, o sabía, que tendría un hijo, una de las cosas que me causan cierta indiferencia inducida, quizás sobre actuada pero, en todo momento, profundamente sincera. Una sensación reconocida desde lo más profundo de mi recuerdo que permanece oculta, vedada, incomprendida. 

Recuerdo que nos sentamos en una banca de piedra. Recuerdo hablar pero no recuerdo el contenido. Recuerdo que en un momento puse la mano sobre su hombro y aquel gran monstruo comegalletas soltó unas lágrimas y yo no supe qué hacer, ni qué decir. Nunca sé qué hacer ni qué decir cuando alguien llora. Solo siento una emergente ansiedad anidarse en mi pecho y recuerdo a mi madre. 

Un auto, un volkswagen amarillo, se detiene frente a nosotros y la puerta del copiloto se abre. Es Carola quien conduce, me llama haciendo señales para que suba y yo vuelvo a ver al gran cookie monster y me levanto y le digo algunas cosas. Camino hacia el auto y Carola sonríe. Cuando cierro la portezuela veo esa gran mancha azul y cabizbaja y le digo adiós sin decirle nada.   

19 enero 2023

Bagdad reloaded




Una calle llena de tierra o de arena del desierto, un lugar amarillento. Bagdad. Chayo López, con un sombrero panamá, un traje de lino crudo y unos zapatos color café, cargaba un portafolio de piel. 

En una de las vitrinas de las tiendas alcanzaba a ver, enredado en el cuello, mi shemagh naranja, una camisa blanca y unos pantalones también de lino crudo. Supongo que traía zapatos, una costumbre que, adivinaba, no había perdido con el cambio de trópico, pero el reflejo del espejo no me dejaba mis pies. 

El polvo de la calle se levantaba fácilmente al paso de los autos y tenía la misma textura que en las películas de Indiana Jones. Hacia calor. 

Chayo López y yo teníamos un trabajo que hacer. Un trabajo que tenía que ver con el portafolio café que llevábamos, un trabajo de espías, pensé mientras nos veíamos cruzar la calle mirando hacía ninguna parte con los ojos cubiertos por gafas. 

No sabía qué haríamos, pero estaba seguro de que era un trabajo que requería de nuestra presencia, de nuestra manos y de nuestras palabras, por lo menos de las mías si no quería que todo se fuera al traste por alguna cosa que el Chayo López, en uno de sus tradicionales arranques de terquedad, dijera. 

Las calles comenzaron a vaciarse, como en un Western apocalíptico o distópico, según desde la generación que se mire. Delante de nosotros, al final de la calle y como en un duelo, un carrito de golf con quien, adivino, es la mujer de Chayo López. 

Entonces sé perfectamente qué estamos haciendo y pongo la vista en los ojos ya sin gafas de Chayo López, unos ojos enrojecidos, por el sol, por el polvo, por el tiempo, por lo que significa el final de la calle. Quiero decirle algo pero sé que el destino es inevitable y que la calle, ahora ya vacía, no es una calle, sino una carretera y que nos aceramos al final al mismo tiempo que el final se acerca a nosotros.